Rulfo, la radio, la imagen



Por Luis Navarro Arteaga

Adolfo Reyes de la Cruz citaba al aire a Juan Rulfo. Este humilde obrero de la palabra -adolescente de pelo hirsuto- pegado a la radio, trataba de seguir la voz del locutor repitiendo: “Uno platica aquí y las palabras se calientan en la boca con el calor de afuera, y se le resecan a uno en la lengua hasta que acaban con el resuello”. Nos han dado la tierra, decía yo e imaginaba cómo era aquel pellejo del que hablaba el cuento de El Llano en Llamas.
Las palabras de Rulfo, en la principesca voz de Adolfo, me parecían tan familiares porque desde temprano supe de Macario, del día del Temblor y de Anacleto Morones, de Talpa y Luvina. Una de las lecciones del libro de español, ya no me acuerdo si de la primaria o de la secundaria, era nada más ni nada menos que “En la madrugada”.
Esa presencia constante de Rulfo se debe a que su lenguaje me parecía tan simple, como las palabras de la abuela o de un campesino de un pueblo lejano, que en su cotidiano hablar van construyendo imágenes sin proponérselo e inclusive sin darse cuenta. Las palabras del narrador jalisciense estaban ahí en nuestras bocas, en nuestros oídos, porque esa voz susurrante se parece a la mía y a la de todos nosotros.
“(...) me mandó a que me sentara aquí, junto a la alcantarilla, y me pusiera con una tabla en la mano para que cuanta rana saliera a pegar de brincos afuera, la apalcuachara a tablazos...” “Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza... Pero así fue”. Las palabras de Rulfo, simples y por lo mismo mágicas, son desde la adolescencia las que me acompañan siempre.
En la Facultad de Comunicación de la Universidad Veracruzana, en los ya lejanos 90 del siglo XX, un poco queriendo emular a Adolfo Reyes de la Cruz y otro poco por no escribir un guión propio, me tomé el atrevimiento de dramatizar “No oyes ladrar los perros” y grabarla ayudado por una bolsa de nylon de Chedraui con lo que, según, se hizo el efecto de los pasos del viejo sobre la hierba. Así logré pasar la materia de producción radiofónica.
Con el tiempo ese mismo relato se integró a un proyecto que realizamos con el grupo Visión Alterna en 1997 y que hasta se presentó en El Tajín, ahí afuerita del museo de Sitio, ni crean que en Cumbre que todavía no la inventaban.
Ese trabajo permitió que me acercara a la obra fotogáfica del narrador. Sólo un artista verdadero puede pasar de una herramienta expresiva a otra y ser tan exitoso. La luz, la composición, lo dicho por sus imágenes, son otra forma de revelarnos el alma melancólica e indignada de un hombre para el que el desconsuelo parece ser el sitio desde el cual se revela, se indigna: “He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: ¡Qué se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!”.
Rulfo como fotógrafo, creo, está cerca de Gabriel Figueroa y en realidad no realiza un rompimiento con lo vigente en su tiempo, pero su mirada es devastadora. El campesino, la tierra seca, las nubes, la arquitectura, temas recurrentes en sus imágenes nos muestran la miseria y el abandono, la soledad, la impotencia. Mirar sus fotos es adentrarnos en su mirada y como los ojos son el espejo del alma  -saquémosle provecho al lugar común- vemos desde su punto de vista la desolación.
Juan Rulfo murió en 1986, hace 30 años, sus libros fueron escritos hace 60, pero sigue tan vigente, en nuestros oídos y en nuestros ojos, porque fue alguien que pudo ver y describir nuestro entorno sin concesiones.


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